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      La mariposa y el grillo.

      (Cuento tarahumara)

 

Una tarde andaba una mariposa volando cerca de unos pedregales

cuando oyó el canto de un grillo. Se acercó a la casita para platicar con él:

–No hay nada más hermoso en este mundo que ser mariposa–le dijo.
–Yo vivo muy feliz–contestó el grillo–aunque no puedo volar como tú.
–Pobre animalucho–dijo–, se siente feliz cantando y saltando.
La mariposa siguió volando en tanto caía la tarde, Al día siguiente unos niños

salieron al campo y lo primero que vieron fue una linda mariposa. Todos trataron

de agarrarla. La pobre mariposa iba de un lugar a otro sin poder escapar, y cansada

de tanto volar se paró en la ramita de un encino pequeño. Los niños la atraparon: uno la agarró por las alitas, otro por el cuerpecito y la destrozaron.
El grillo desde su casita lo vio todo y pensó. “Siendo grillo soy más feliz que cualquier animal”.

leyenda del origen del Pueblo Raramuri o Tarahumara

//Andrés el adivino//

Juaní había crecido en una familia muy respetada en el pueblo, ya que su abuelo Andrés era un famoso curandero y adivino a quien acudía la gente de la aldea cuando se enfermaba. Además, como era uno de los principales sacerdotes, dirigía las ceremonias y los bailes que se efectuaban en tiempos de sequía para pedir la lluvia al Padre Sol y a la Madre Luna. La danza para los tarahumaras era algo muy serio y de gran ceremonia. Más que una diversión, era una especie de culto y de encantamiento.

A Juaní le gustaba acompañar a su abuelo como ayudante en las curaciones y,

cuando había bailes especiales, permanecía cerca de él sin perder detalle de la

ceremonia.
Andrés tenía un aspecto singular y misterioso. La blancura de sus cabellos, las

arrugas de su rostro y lo poblado de sus blancas cejas le daban un aire enig-

mático. Era reservado, solitario y hablaba poco, pero con Juaní actuaba de otr-

a manera. Sabía bien que el brillo de los ojos chispeantes de Juaní, su mirada

atenta y penetrante, lo hacía un niño diferente a los demás.

El abuelo Andrés sabía que si Juaní seguía sus enseñanzas, algún día podría

tomar su lugar como adivino y curandero. Como Juaní tenía ya 12 años, empe-

zaba a enseñarle los secretos sobre los mensajes que enviaban los dioses a

los tarahumaras y los poderes que la naturaleza ejercía para comunicarse con

ellos.

Una tarde calurosa de junio, en que la temporada de secas se había prolonga-

do y comenzaba a hacer estragos en las siembras por la falta de agua, Juaní

acompañó a su abuelo a hacer una curación en la aldea cercana. Cuando regr-

esaban vieron que el tiempo empezaba a cambiar y una negra masa de nubes

se aproximaba presagiando tormenta. A Juaní le brillaron los ojos más que

nunca y le gritó al abuelo.

—¡Mira, la lluvia viene! ¡La lluvia viene!
El viejo, gran conocedor de los fenómenos naturales y del curso de los vientos, se dio cuenta de que los negros nubarrones saturados de agua sólo pasarían a toda velocidad, empujados por el viento que los llevaba a lugares más lejanos.

 

 

—Parece que Tata Dios no quiere mandar la lluvia, hijo. Últimamente está muy enojado —dijo el abuelo.

Los ojos de Juaní se opacaron.
—¿Por qué había de estarlo? —preguntó.
—No sé —respondió el viejo—, quizá porque no muy lejos de aquí, los blancos han traído esos grandes gusanos de larga lengua y crecida barba que echan humo y dejan a los indios fuera de la vista de Tata Dios, que ya no los puede cuidar. Tal vez por eso Tata Dios se enojó y no envía las lluvias.

El abuelo se refería al ferrocarril que, por aquel entonces, empezaba a extenderse por la sierra de Chihuahua. En ese tiempo, se construían vías en todo México para comunicar a las grandes ciudades y transportar productos hasta los lugares más apartados.

 

En el pasado, los blancos habían despojado a los tarahuma-ras de sus tierras para cultivarlas; ahora los indios veían que también se las quitaban para que pasara el ferrocarril.

 

—Hay tiempos malos cuando los dioses se enojan y no mandan la lluvia —continuó el viejo—, entonces la Luna, que es la encargada de hacer llover, se enferma y no puede cumplir su tarea porque los dioses están enojados.

Es preciso curarla cuanto antes, ya que mientras siga enferma no va a llover, ni van a brillar las estrellas en la noche, porque reciben la luz de la Luna, y el mundo se pondrá triste.

Juaní sabía que el abuelo no sólo curaba a los hombres de la tribu y a los animales, sino que también podía curar a la Luna y al Sol, si éstos se enfermaban.

—¿Entonces, vamos a hacer yumari? —pre-guntó Juaní.

—Sí, hijo —contestó el abuelo—, esta noche vamos a hacer yumari.

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